En la 18.ᵃ Fiesta del Libro y la Cultura se celebró la premiación de la 5.ᵃ edición del concurso de microrrelatos #MicroCiFiMedellín, una iniciativa que impulsa el género de la ciencia ficción en Colombia. La convocatoria recibió 167 relatos de autores de todo el país.
Durante el evento, en el marco del Salón de Nuevas Lecturas, los jurados Dara Hincapié, José Andrés Gómez y Juan Alberto Conde reflexionaron sobre la temática “Los otros mundos” y anunciaron a los cinco ganadores: Bacterias de Juan Manuel Peláez Posso (Cali), Eternia de Hernando Muñoz (Medellín), Un planeta para Robert de Pablo Cortés (Bello), Mamá exportable de Daniel Alejandro Collazos Camilo (Cali) y Cielo 2.0 de Mauricio Gutiérrez Castaño (Itagüí).
Con premios en efectivo y bonos redimibles en librerías de Medellín, este concurso sigue consolidándose como una plataforma para descubrir nuevas voces que, a través de la ficción, nos permiten imaginar y analizar la realidad desde nuevas perspectivas.
A continuación, te invitamos a leer los relatos ganadores y adentrarte en los universos que nacen del ingenio de sus autores.
Durante años, la Tierra envió vehículos uno tras otro no tripulados con destino a Marte, con la intención de recolectar datos y dar con evidencia de vida. Gracias a los estudios, estimaron que el planeta vecino albergó mares y ríos hacía por lo menos cien millones de años. Aunque en ese momento el planeta no fuera más que una árida roca roja, la exploración los llevaba a soñar con la idea de poder habitarlo.
Lo que no sabían es que cada rover llevó consigo polizones microscópicos que entorpecerían los análisis. Bacterias y gérmenes burlaron los exhaustivos protocolos de limpieza, sobrevivieron a las inclemencias del viaje y arribaron a su nuevo hogar a más de doscientos millones de kilómetros.
La vida en la Tierra se extinguió primero antes de encontrar pruebas fehacientes de vida marciana. Con el tiempo, el planeta azul se convirtió en una roca marrón infértil. Pero la vida se abrió camino sin importar los retos. En cuestión de milenios, aquellas bacterias y microbios que llegaron a Marte colonizaron el planeta rojo, cambiaron su atmósfera gracias a que algunas de las bacterias eran fotosintéticas e hicieron posible el nacimiento de vida pluricelular y ecosistemas. Eones más tarde, el planeta rojo tuvo sus primeras civilizaciones. Seres inteligentes que aprendieron del suelo y el cielo con el pasar de las generaciones.
Un día, de Marte salió un vehículo no tripulado con destino al planeta vecino: el tercero del sistema solar. Sospechaban que en algún pasado remoto esa roca marrón albergó vida y deseaban recolectar evidencia de ello. Ignoraban que en su vehículo viajaban polizones microscópicos, los responsables del ciclo vital. La vida volvía a casa después de mucho tiempo.
Diana Isabel Osorio Salazar, o como la conoceríamos más adelante por sus iniciales como DIOS, fue la neurodigitalizadora que pudo transferir con éxito la mente humana a un espacio virtual, confiriendo así inmortalidad al ser humano.
Cuando DIOS era Diana, desarrolló en principio un biosoftware que acogía y continuaba dando vida a la mente. Sin embargo, lograr esto requería un proceso llamado psicogénesis eritrocognitiva, o como se llamó después: “El Juicio”. La aplicación de eritrocognición dentro del programa recogía los recuerdos y los disponía en un estándar de bondad arbitrario que determinaba si la persona merecía hacer su propio “paraíso” o la aplicación lo elegía por ella. A partir de esto, la conciencia era prolongada en una eterna proyección que el cerebro del usuario interpretaba como el cielo o el infierno.
Cuando Diana se hizo DIOS, creó un potente servidor en línea en su propia conciencia para acoger las vidas de todos los humanos que quisieran vivir el cielo. Ante este edén palpable, muchas religiones sucumbieron y nació un nuevo credo que se impuso a nivel global, pero la mayoría no superaba “El Juicio” y quedaban atrapados en un infierno de la red. En vez de mejorar sus conductas, esto provocó que la gente atacara el biosoftware y su aplicativo con hackeos infructuosos, y hasta trataran de piratear el programa con resultados lamentables de bugs eternos.
A pesar de todo, nosotros, rebeldes del sistema, logramos entrar a la matriz del servidor y llegar hasta la conciencia de DIOS, transfiriendo nuestras mentes como virus al programa. Cuál fue nuestra sorpresa al descubrir que la primera mente que DIOS transfirió, en la que estaba basada el estándar de bondad y por la que la humanidad no vencía El Juicio, era la campesina y humilde abuelita de Diana.
Ya no lo soporto. Añoro la seguridad que existía cuando se marchaban los abuelos y los padres. Ese camino conocido para todos aquellos que pisaron este planeta llamado Tierra. Desde que los científicos con inteligencia artificial crearon las nanopartículas celulares capaces de regenerarse, ya nadie muere. Estamos condenados a vivir en esta tierra superpoblada, contaminada e indiferente a nuestro dolor.
La IA de nuestras nanocélulas no permite que enfermemos, pero sí sentimos dolor y hambre. Las calles están abarrotadas de vagabundos, de ancianos que parecen tener 60 años, pero en realidad tienen 140. Todos ansían morir, pero las células no lo permiten.
Comenzaron como una cura milagrosa para los millonarios, pero como un virus, fueron pasando de beso en beso, de acto sexual hetero y homosexual por igual, repartiéndose entre toda la humanidad y entregando entre cada transfusión un virus peor que el SIDA, que el covid-19, que el ébola. Todos estos te podían llevar a la muerte, la tan apreciada muerte, el descanso. En cambio, este nanovirus te contagiaba la vida eterna.
Los ricos y poderosos ya perdieron las ganas de luchar por la política, ahora vagan entre caminos después de escalar las más altas montañas en busca del sentido de la vida, para entender que solo existe mientras esté su contraparte. Los sacerdotes y religiosos, al igual que el resto, se sientan en lo que antes fueron templos a pedir a sus dioses que traigan de regreso a la querida parca. Aquellos que intentan suicidarse sufren el destino más atroz, sus heridas se recuperan de maneras desfiguradas; los acantilados están llenos de cuerpos destruidos cuyas mentes siguen viviendo y sus ojos sufriendo el pasar de la eternidad.
¿Por qué tuve que nacer en un mundo sin muerte?
Sabía que era ilegal, pero me fue imposible no clonar la mente de mamá antes de que el cáncer me la arrebatara.
Primero la instalé en la impresora. Yo le escribía cartas que le hacía escanear y ella me respondía con mensajes impresos, aunque los cartuchos no tardaron en estropearse. Más tarde la copié en el televisor, para que no se perdiera sus novelas. Pasábamos horas viendo series y películas, y ella siempre se apagaba cuando me quedaba dormido en el sofá. También intenté con la nevera, el microondas y la lavadora. Yo le decía que no se esforzara tanto y, aun así, insistía en ayudarme con las tareas de la casa.
Todo se vino abajo cuando la descargué en el computador, porque se conectó a internet y alguien terminó copiándola y haciéndola viral. Sólo me di cuenta del problema cuando en la empresa nos advirtieron que tuviéramos cuidado con el virus “Mamá.exe”. Celulares, tabletas, ordenadores, todo aparato inteligente fue susceptible de ser invadido. El Gobierno declaró la emergencia cibernética en el territorio nacional y ofreció recompensa por el responsable. Recuerdo salir a la calle y verla multiplicada en pantallas, relojes, parlantes, juguetes. Ninguna de ellas quiso delatarme. Fui yo quien me entregué antes de instalarla en mi chip neuronal.
Es esa versión quien me acompaña en la soledad de mi cadena perpetua. Todas las noches solemos encontrarnos en el sueño para revivir recuerdos o retomar conversaciones pendientes. Una noche le pregunte qué se sentía ser un archivo sin ejecutar. Me respondió que era como estar muriéndose de cáncer y que alguien prolongara ese sufrimiento para toda la eternidad…
Todavía no entiendo por qué todas fueron tan amables conmigo a pesar de eso y sin importar en qué mundo estuvieran atrapadas. Tal vez porque todas eran mamá.
El aerodeslizador que los llevaría hasta la nave con los últimos colonos flotaba en el jardín. Robert estaba tan entusiasmado con el viaje que ayudó a Wilson a empacar como lo hacen los mejores amigos. Ropa para el frío marciano, el osito contador de historias y una pistola de rayos gamma para protegerlo de monstruos alienígenas; lo poco que cabía en una maleta pequeña.
Wilson esperó un rato con la maleta entre sus piernas mientras sus padres caminaban de un lado para otro con las máscaras aparatosas sobre sus caras, ordenándoles a los robosirvientes qué cosas debían subir al aerodeslizador.
—¿Nos gustará Marte tanto como la tierra? —preguntó Robert.
—Sí, papá dice que podemos dar grandes saltos y salir a explorar los fines de semana —respondió Wilson acomodándose la máscara respiratoria.
Cuando al fin llamaron a Wilson para abordar el aerodeslizador, revisaron su equipaje, tiraron el osito fuera de la nave y sacudieron negativamente la cabeza al ver que Robert quería acompañarlos.
—Robert no puede venir. Solo robots de trabajo, los demás son una carga innecesaria.
—Volveremos por él —mintió su padre al verlo llorar—. Un buen amigo puede hacernos extrañar un planeta horrible —agregó sabiendo que no volverían.
Cuando encendieron los motores, Robert intentó llorar al ver las lágrimas de Wilson por la ventana del aerodeslizador. Un robosirviente se paró junto a Robert y el osito contador de historias, y vieron a los últimos humanos perderse en el cielo irrespirable.
—Nos abandonaron —dijo el robosirviente.
—Wilson no me abandonaría.
—Ya lo hizo.
—Wilson es mi amigo —insistió Robert malhumorado como cualquier roboniño incapaz de llorar.
—Tú ganas —dijo compadeciéndose—. Wilson encontró otro mundo, pero te regaló este. Ahora la Tierra es tuya.
No supieron qué hacer hasta que el osito empezó a contarles una vieja historia.