-Ecos de Días del Libro-
El paisaje que crecemos viendo nos atraviesa de punta a punta y configura nuestra manera de estar en el mundo. No es lo mismo vivir junto a un volcán, entre montañas, en una ciudad grande o junto al mar. Cada geografía moldea de forma distinta el cuerpo, los sentidos y la memoria. Cambian los sonidos, las temperaturas, los ritmos. También cambian las palabras con las que nombramos lo que nos rodea y el acento al pronunciarlas (esa cadencia, ese cierto “cantadito” particular), haciendo que los objetos —aunque sean los mismos— adquieran otras texturas y posibilidades de representación gracias al lenguaje.
En la charla entre Hugo Jamioy y Santiago Espinosa, dos reconocidos poetas contemporáneos colombianos, se habló precisamente de eso: del lenguaje como forma de habitar el territorio y del paisaje como una presencia viva que a cada momento nos dice algo. Jamioy, oralitor del pueblo kamëntsá, nació en el Valle de Sibundoy y es una de las voces más significativas de la poesía indígena actual. En sus textos —escritos en español y en su lengua ancestral— la palabra es raíz, consejo, canto y espíritu. Espinosa, poeta y ensayista bogotano, ha hecho de la contemplación una forma de escritura. En su obra, el paisaje respira y la palabra dialoga con lo invisible.
Desde territorios distintos, ambos poetas se encontraron para compartir lo que une sus caminos: la palabra que nace de la tierra, el estremecimiento que provoca una imagen, la manera en que el lenguaje guarda —como una vasija antigua— lo más delicado de nuestra humanidad. Hay conversaciones que no se agotan cuando terminan. Palabras que flotan en el pensamiento y, con el tiempo, encuentran su lugar dentro de nosotros, como semillas que germinan. Así fue este encuentro, moderado por la poeta Gabriela Parra, quien, desde su escucha cuidadosa, aportó el hilo justo para que la conversación fluyera con hondura y belleza. Ocurrió en la Feria Popular Días del Libro, pero bien pudo haber tenido lugar también en uno de nuestros cerros tutelares, en la playa o al borde de un río.
“¿De dónde vienen esas palabras con las que ustedes nombran el mundo?”, preguntó Gabriela al iniciar. No era solo una inquietud lingüística, sino una invitación a bucear en la memoria, en la infancia, en los territorios que habitan el pensamiento.
Santiago Espinosa respondió trayendo las palabras del filósofo y ensayista estadounidense Ralph Waldo Emerson: “Todo lenguaje es poesía fosilizada”. Con esta frase abrió el camino hacia la idea de que, en su origen, cada palabra fue un acto poético. Relámpago, lluvia, susurro: todas nacieron del asombro ante el mundo. Para Santiago, el poeta es quien recuerda ese brillo perdido, quien devuelve al lenguaje su capacidad de nacer de nuevo. Las buenas palabras —decía— continúan su viaje; las malas se quedan quietas, pesadas. La poesía, para él, no es ornamento ni rima forzada, sino esa chispa misteriosa que hace que una palabra suene como si fuera dicha por primera o por última vez.
Por su parte, Hugo recordó cómo, desde niño, aprendía cada día una nueva palabra en su lengua: el kamëntšá. Entre todas, hay una que lo ha acompañado siempre: jabuayenan. Aunque podría traducirse al castellano como “aconsejar” u “orientar”, Hugo prefiere quedarse con el significado que le da su pueblo: sembrar la palabra en el corazón. Por eso aspira algún día a convertirse en un botaman biyá (el hombre o la mujer de la palabra bonita), un nombramiento que su comunidad otorga a quien tiene una palabra que toca, orienta, conmueve, y es invitado a ser padrino de los rituales más importantes: el nacimiento, la siembra de la placenta, el corte de cabello, el matrimonio, la muerte. Porque su palabra tiene un poder: la capacidad de ayudar a los otros a transitar los ciclos de la vida.
Hugo no se reconoce como poeta. Le incomoda ese título. En kamëntšá no existe la palabra. Prefiere que en castellano lo llamen oralitor. “En un encuentro continental de escritores en lenguas indígenas, un escritor mapuche de Chile abordó justamente ese tema: no se sentía poeta y se nombraba a sí mismo como oralitor. Explicó que esa palabra unía la tradición oral con la escritura: en nuestras comunidades nos comunicamos oralmente, pero cuando escribimos y nos dirigimos hacia afuera, lo hacemos desde una identidad literaria. Como en un río: en una orilla está la palabra antigua y, en la otra, la palabra nueva. Nosotros estamos en medio, intentando tender puentes y mantener viva la fuerza de la palabra, ya sea a través de la escritura, la narración oral o el lenguaje simbólico”, contó Hugo.
En cualquier caso, en la relación con el paisaje y con el lenguaje está la intermediación de otro. En Hugo, fueron los mayores de su comunidad. En Santiago, fue su padre: un ingeniero de suelos que también era arqueólogo y lector apasionado. Santiago nunca olvida la emoción de su padre cuando temblaba la tierra, a diferencia del resto de personas, que entraban en pánico. Tampoco olvida la vez que, en el colegio, le preguntaron a qué se dedicaba su papá, y él, con la ingenuidad de un niño de seis años, respondió: “A mi papá le piden permiso para que la tierra tiemble”.
“Mi papá era quien me leía. Me contaba cómo las montañas algún día fueron el océano, me hablaba de la tierra, de las piedras. Entonces, cuando me preguntas qué es un poeta, quizá no se diferencie tanto de la profesión de mi padre: los poetas también rastreamos los secretos movimientos de la tierra. Ese movimiento que nadie más ve, solo tú. Todos los días tiembla, me recordaba mi papá, aunque no lo sintamos. El poema también es un movimiento de la tierra. Algo que no sabes ni cuándo, ni dónde, ni desde qué profundidad va a llegar, pero corre y, por un segundo —al menos en el papel—, el mundo se desplaza unos centímetros a la derecha”, dijo Santiago.
Detengámonos en esa afirmación y habitémosla con asombro: que en el papel quede registrado ese sutil movimiento del mundo. El vuelo de un colibrí que, como aparece, se va. Una hormiga cargando una hoja más grande que ella. La araña que sobrevive a la lluvia. El brillo en los ojos de alguien que se ama. El poema logra cazar esos gestos y volverlos eternos. El poema vuelve eterno el temblor, que también es conmoción, del mundo. Y lo logra a través de las palabras.
Para Hugo, el paisaje no solo comunica: también contiene. En su lengua, cada lugar tiene un nombre que guarda la historia de quien lo habitó. Frente a su casa hay una planta de algodón. Durante días la observó con atención y descubrió que su flor cambiaba de color tres veces al día: beige en la mañana, marrón al mediodía, morado en la tarde. Lo confirmó durante semanas, en silencio, hasta contárselo a un mamo, un sabio espiritual de la Sierra. Y el mamo, asombrado, dijo que no lo había notado. “La tierra se manifiesta todo el tiempo”, concluyó Hugo, “pero vamos tan rápido que ya no la vemos”.
En la cultura kamëntšá, las palabras nacieron de la lenta y profunda contemplación del entorno. Los abuelos y abuelas observaron durante años el comportamiento del sol, de los animales, de los colores de la tierra. Y luego encontraban una palabra justa, precisa, espiritual. Una palabra que no solo describiera lo visible, sino también lo invisible: lo que ese fenómeno hacía sentir. En kamëntšá, por ejemplo, al sol se le dice shinye, y su traducción al español no es sol. Es “el dador de la luz en el tiempo”. Así, las palabras ya contienen en sí mismas el lenguaje poético.
Gabriela recordó entonces una experiencia que Hugo había contado el día anterior: en un ejercicio con niños de ciertas comunidades, les preguntaron qué significaba la palabra río, y muchos respondieron correctamente, aunque nunca habían visto uno. “Decir río sin haber tocado el agua”, reflexionó, “es también una forma de desconexión”. Entonces propuso una bella idea: si vamos a enseñar una palabra a un niño, llevémoslo primero al lugar donde esa palabra nace. Que diga río con los pies dentro del agua. Que diga árbol abrazando un tronco. Que diga nube buscando sus formas en el cielo. Nos hemos desacostumbrado a ver, a escuchar, a decir con sentido. Pero encuentros como este —palabras como estas— nos devuelven esa posibilidad.
Al final, esta conversación nos recordó que el lenguaje verdadero no nace del apuro, sino de la escucha. Que la palabra, para ser raíz, debe tocar la tierra; y para ser luz, debe haber atravesado la sombra. Lo que compartieron Hugo, Santiago y Gabriela fue más que una charla sobre poesía: fue un canto a la atención, un gesto de reverencia frente al mundo. Porque escribir —decía uno— es temblar con la tierra. Y decir una palabra —decía el otro— es sembrarla en el corazón. Entre esas dos imágenes transcurrió este encuentro: como un río que arrastra voces antiguas y las deja resonando en quienes saben detenerse a oír.
No somos gente de mundo ajeno
con anhelo de seguir viviendo;
no somos gente de territorio
de quienes mañana se escuche hablar
que nosotros fuimos.
No somos pueblo venido de otros lugares,
nuestras raíces son de aquí.
Somos árbol-hombre, somos gente, somos pueblo,
nacidos del fondo de la tierra,
árboles caminando por el lugar
heredado de nuestros taitas,
gente cuidando la armonía y equilibrio natural,
pueblo construyendo la casa
para que nuestros hijos
vivan felices y de manera natural.
No somos gente, Hugo Jamioy.
La niebla ha comenzado
a oscurecer
han apagado las luces
de la ciudad extranjera
y ya no vemos
las montañas ni el mar.
Ha desaparecido de repente
cualquier rastro sobre la carretera.
Dice un refrán que los amantes
están solos en el mundo,
antes del viaje definitivo.
Y no sabemos con certeza
si esto que vemos
es la respuesta,
la niebla en las montañas
un carro detenido
en la mitad de la carretera,
o si cada uno de nosotros
habrá de despertar
en dos orillas opuestas
ahora y en la hora
de los vientos.
Las horas mudas, Santiago Espinosa.