Kim Thúy es una de las voces más reconocidas de la literatura contemporánea en lengua francesa. Nacida en Vietnam y radicada en Canadá, llegó a Montreal a los diez años como refugiada y, antes de dedicarse a la escritura, ejerció múltiples oficios, desde costurera e intérprete hasta abogada y crítica gastronómica. Su primera novela, Ru (Periférica, 2020), le dio proyección internacional y fue seguida por Mãn (2016) y Vi. Una mujer minúscula (2018), obras que han recibido elogios de la crítica y consolidado su lugar en las letras actuales.
Compartimos esta reseña de Lucas Vargas, quien conversará con Thúy en “Raíces en movimiento: El exilio como origen poético y el cuerpo como archivo”, el sábado 20 de septiembre a las 5:00 p. m. en el Auditorio Explora.
Por: Lucas Vargas Sierra
Un ser humano es una cosa frágil. Casi todo lo que existe significa un riesgo, y un tropezón en la ducha basta para quebrarnos el cuello. Por si no tuviéramos suficiente con las tormentas, los terremotos, y las ranas venenosas, nos inventamos la guerra: aviones con vientres reventados de fuego, flores de pánico en cielos partidos de estruendo, tartamudas lenguas de plomo y de odio llenando con sus gritos la memoria. Sí, un ser humano es una cosa frágil, y una cosa estúpida, parece.
Pero no sólo esa cosa frágil, y no sólo esa cosa estúpida. Por suerte también hay dulzura, y belleza, y curiosidad, y no toda palabra se conjuga desde el miedo. Por suerte también hay Kim Thúy, cuya obra consigue abrazarse en la fragilidad para desafiar la estupidez, mostrando que no sólo la violencia es posible (aun cuando se nos imponga la violencia), que hay horizontes más allá de la desesperación (aun cuando la desesperación nos caiga encima), que es posible acunar la herida de los traumas provocados por la ceguera del mundo (aun cuando no se cierre nunca, esa herida; aun cuando todavía sangra).
Tener un hogar, perder un hogar; saberse extraña en tierras extrañas, hacer de la extrañeza nueva casa; ahondar en la propia historia, conocer las historias otras, afinar la voz para darles cabida a todas ellas. La narrativa de Kim Thúy está construida con esas fibras de la experiencia humana que sólo el doloroso choque con los límites permite: la memoria del dolor y de la pérdida consigue en lento decantado nombrar algo que no es sólo la muerte, algo que no es sólo el desamparo. Sus novelas construyen hogar, hablan del don de la hospitalidad y del don de la ternura, y nos permiten identificar la esperanza en los abismos de nuestra historia reciente. En medio de tanto horror, Thúy consigue, sin negarlo, encontrar las hebras con las que podemos sostenernos en la confianza de un mañana más abierto, más cercano, más humano.
Cuenta que la brevedad de las oraciones y los capítulos se debe a que escribir en francés, su segunda lengua, no consigue del todo traducir lo que en su infancia aprendió a nombrar en vietnamita; escribe sobre los horrores que no pueden nombrarse (en ningún lenguaje) y página seguida encuentra un cataplasma que nos repara el cuerpo roto; crea una obra consistente en donde no deja de insistir en una verdad sencilla y breve (como sus oraciones, como sus capítulos): que sólo la bondad humana nos redime del horror humano, que en la dulzura y apertura entre extraños está nuestra única redención posible.
Hay pocas voces en la literatura que consigan poner en escena el paradójico milagro de estar vivas sobre la Tierra. Y voy a conversar con ella. Llevo años leyendo su obra, y ahora voy a conversar con ella. Diosas, denme la sabiduría y la sensibilidad necesarias para no entorpecer la belleza que sé que nos aguarda en esta conversación.