El cuidado, una forma de utopía

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Lucas Vargas Sierra, escritor.
Carolina Londoño, periodista.

Entre las formas del mañana (tema de los Eventos del Libro 2025) se dibujan utopías pequeñas y vastas. Algunas caben en un gesto —un abrazo, una semilla, una mirada—, otras abren caminos hacia mundos por venir. Esta conversación entre Lucas Vargas (escritor, profesor, poeta, editor) y Carolina Londoño (periodista) es una de ellas: un refugio tejido con palabras donde el cuidado se revela no como un acto menor, sino como una forma radical de sostener la vida.

Ocurrió a la una de la mañana del domingo 6 de julio, en plena madrugada de la Parada Juvenil de la Lectura, que interpretó en las utopías su programación central. Como es propio en Lucas, que tiene el don de invocar lo sagrado con la palabra, abrió el encuentro diciendo: “Permítenos, musa, cantar los pequeños gestos cotidianos que nos ayudan a cuidar de nuestra vida para ponerla al servicio de la vida ajena y de toda forma de vida. Y que el pulso sin descanso nos acompañe en esta hora en la que vamos a conversar sobre el cuidado”.

Justo el poema que abre la programación de esta Parada Juvenil es tuyo. Quisiera detenerme en los últimos versos: “Regálale tu atención / — tu pequeña atención — / y te dará a cambio / su milagro”. Lucas, ¿qué puede ser ese milagro? ¿Se trata de lo extraordinario? ¿O cómo lo podemos reconocer en nuestras vidas, en lo cotidiano?

Escala 

Presta atención 

a la vida minúscula 

que se agita a tu alrededor: 

la marcha zigzagueante 

del cienpiés entre las piedras; 

el vuelo amarillo 

de un abejorro silencioso; 

el canto de los pájaros pequeños, 

y el gruñido de los grandes; 

las hojas que suavemente 

se entregan a la gravedad; 

la anciana que se esmera 

en fotografiar el pino, 

y algo que intuye en esa luz 

—tal vez el invierno, 

tal vez la soledad, 

tal vez el frío. 

  

Es en lo pequeño 

donde se mueven los astros. 

Regálale tu atención 

—tu pequeña atención— 

y te dará a cambio 

su milagro. 

Imagínate a dos células, ambas procariotas, viviendo en un entorno hostil. No sé hace cuánto, digamos unos 40 billones de años, más o menos. Quítale dos o tres, no hay problema. Y una le dice a la otra, en el lenguaje misterioso que usan las células: “Vivir aquí está muy duro. Nos la pasamos defendiéndonos del ambiente y generando energía, y no nos queda tiempo para nada más. Hagamos algo: yo entro en ti y me encargo de la energía. Tú me proteges desde afuera, a ver qué pasa”. Una de ellas se convierte en la mitocondria de la otra. Y ahí nace la célula eucariota. Luego aparecen los organismos pluricelulares. Más tarde, las neuronas. Y con ellas, movimientos que no responden solo a la supervivencia. Hasta que, de pronto, aparece el ser humano. 

La vida es una cosa extrañísima y eso es algo que olvidamos, y ese olvido no le hace justicia a la magnitud de lo que deberíamos contemplar. Ese primer milagro: que la vida exista. Segundo milagro: hoy tengo 36 años. Los aniversarios son una buena excusa para hacer recuento. Si el primer milagro es estar vivos, el segundo es que sigamos vivos. Cambia ese 36 por la edad que diga tu cédula. Permanecer con vida es raro. No solo porque estar vivos es frágil, sino porque el mundo que nos ha sido regalado es tremendamente complejo. Y en medio de esa complejidad, encontrar motivos para quedarnos, también es milagroso. 

Borges lo escribió precioso en un poema que es, como dirían algunos, la “echada de perros ñoña” por excelencia. Se llama Las causas. Hace una lista larguísima: los ponientes y las generaciones, los días —y ninguno fue el primero—, la frescura del agua en la garganta de Adán, los fastos, las legiones, los césares, el álgebra y el ajedrez del persa, las grandes bestias, las migraciones, la brújula incesante, el mar abierto, el rostro del suicida en el espejo, cada arabesco del caleidoscopio, cada remordimiento y cada lágrima…  Y termina diciendo (por eso lo de ñoño): “Se necesitaron todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran”. Y si uno lo piensa con calma… Sí. 

Entonces: 
—Primer milagro general y absoluto: que la vida exista. 
—Segundo milagro: que podamos hacerla posible, cuidarla, protegerla, sostenerla. La propia y la ajena. 
—Y tercer milagro: que para hacer lo segundo, tengamos la capacidad de recordar lo primero. 

La poesía nos ayuda a volver la atención sobre ese milagro que es existir. Se vuelve un dispositivo, un medio para regresar a los gestos más simples. He venido entendiendo que la poesía no está solo en las palabras. Hay algo que viene antes: la contemplación. Y creo que por eso la poesía —y también ese ejercicio que la antecede— está al alcance de cualquier ser humano.  Eso es lo que me gustaría reafirmar en esta conversación. Porque muchas veces pensamos: “Ay, la poesía, eso es de los poetas”. Pero para mí, en su sentido más amplio, la poesía es un lenguaje común. Quisiera entonces que nos hablaras de la contemplación. De esa que puede terminar en un poema, pero que también hace parte de la vida cotidiana. La contemplación como ejercicio vital que nos ayuda a volver a creer en el milagro de estar vivos. 

Volvamos a Mary Oliver, que es una de esas poetas que nos alegra que se haya puesto de moda. Ella tiene un poema, uno de sus greatest hits, que se llama Gansos salvajes. En él hay unos versos hermosísimos que dicen —y los estoy parafraseando, porque en palabras de Oliver es aún más bello—: “Quienquiera que seas, el mundo se ofrece a tu imaginación… Te llama como los gansos salvajes… Invitándote a ocupar tu lugar en la familia de las cosas”. 

La contemplación es eso: reconocer que el mundo se nos ofrece para que lo miremos. Y que al mirarlo, algo se transforma. La mirada contemplativa puede dar lugar a muchas cosas. Esas cosas que surgen después de mirar son, básicamente, lo que diferencia al animal humano de los demás animales. No hay ley de la gravedad sin contemplación. No hay teoría de la evolución integrada —eso de las células que conté antes— sin Lynn Margulis mirando las benditas células y diciendo: “¿Y si Darwin estaba equivocado?”. La contemplación es el paso cero de la creatividad. El ser humano comienza a crear después de mirar. Y eso que comienza a crear después de mirar puede ser algo práctico —como la rueda, el fuego— pero también puede ser un motivo. Un motivo para recordar el olvidado asombro de estar vivos (aquí estoy citando a Octavio Paz). 

Cuando uno recuerda el olvidado asombro de estar vivo, ya está haciendo poesía. Si eso es lo que hace la poesía —recordarnos el asombro de estar vivos—, entonces cuando usted lo recuerda, usted ya es poeta. Ya está creando sobre la realidad que le fue entregada: sus condiciones materiales, sus contextos, sus emociones. Con eso más su contemplación, está haciendo poesía. Si después lo escribe en una servilleta o en una hoja, maravilloso. Todo el mundo debería escribir poemas. No digo publicarlos, eso es otra cosa, no tiene nada que ver con la poesía. Pero escribirlos es una forma de darle materialidad a un motivo que encontró. Y cuando usted le da materialidad a un motivo, ese motivo se vuelve símbolo. 

Mira esto: “Alemania le declara la guerra a Polonia”. Punto. “Hoy fui a nadar”. Esa es una de las mejores entradas en los diarios de Franz Kafka. Y es un bendito poema. “Alemania le declara la guerra a Polonia”. Condición contextual: Kafka es judío, está en Praga. Sabe lo que viene. Y aun así escribe: “Hoy fui a nadar”. Encontró un motivo. Y lo plasmó. Le dio materialidad. ¿Díganme si no es un símbolo gigantesco? Carajo, ¿qué puede hacer cualquier guerra contra alguien que nada? Toda la muerte es absolutamente impotente frente a una persona que canta. Completamente impotente ante una que se ríe. 

Ya que mencionas la guerra, quiero aprovechar para recordar el lugar en el que estamos: el Museo Casa de la Memoria. Este es un espacio que preserva las memorias de las víctimas del conflicto armado en Colombia. Una parte de esta conversación habla de cosas muy bonitas: “Ah, qué lindo darte cuenta de que un pajarito canta”, “qué hermoso ver florecer una flor”. Pero estamos aquí y a solo unos metros está la Sala Central del museo, donde está consignado el horror de la guerra. ¿Cómo hacemos ahí? Porque aquí está lo horrible que ha pasado, ¿y uno cómo le dice a una víctima del conflicto armado: “Vení, mira esta flor florecer”? 

Hay dos textos que no tengo a la mano, y mis habilidades para parafrasearlos no les hacen justicia, pero igual los traigo. El primero es un poema llamado Una calle para mi nombre, del poeta bosnio Izet Sarajlić. Él vivió en Sarajevo durante todo el asedio. La guerra de los Balcanes ocurre en la antigua Yugoslavia, donde diferentes pueblos y etnias convivían en un mismo territorio. Sarajevo termina rodeada por serbios y montenegrinos. Es un valle rodeado de montañas —una topografía muy parecida a la de Medellín—, pero esas montañas quedaron del lado enemigo, y desde allí se instalaron francotiradores. Ellos afinaban puntería disparando a los perros que caminaban por la ciudad… y a las personas que salían a comprar leche. 

A Sarajlić le matan a sus dos hermanas durante el asedio. Él sobrevive. Su esposa también. Pero ella muere un par de años después. Antes de la guerra, él escribía poemas de amor. De esos cursis, de los de “silly love songs”, como diría McCartney.  Y durante todo el asedio escribe un diario poético. El último poema se llama Una calle para mi nombre. Parafraseando —y repito, sin hacerle justicia—, dice más o menos: “Camino por las calles de nuestra juventud y busco una calle para mi nombre… Es una calle en la que me gustaría que, en la eternidad, pudiéramos seguir caminando de la mano… No me interesa que sea grande… Las calles grandes se las dejo a los grandes de la historia… ¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia? Simplemente te amaba… No necesito que esté empedrada, ni que tenga pájaro… Lo único importante es que en esa calle nunca le ocurra a nadie una desgracia…”. 

Ahí hay una belleza brutal. Porque él no niega la guerra, no la borra. Lo que hace es imaginar un lugar donde eso ya no suceda. Y ahí conecto con el segundo texto: Necesidad del canto, de Andrés Neuman. Un poema que justamente le canta a Sarajlić, con un epígrafe que se lo dedica. Neuman escribe: “Perdiste a tus hermanas, tuviste que hermanarte”. Y se pregunta por la importancia de la poesía en tiempos de guerra. Cita a Adorno, ese filósofo que dejó la pregunta famosa: “¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?”. Pero Neuman responde con versos que, para mí, son hermosos y fundamentales: “Eso también se llama compromiso / levantar la mirada de las ruinas / y sembrar de belleza el camposanto”. 

La poesía nunca niega el dolor de la existencia. La poesía es todo menos ingenua. Su poder está precisamente en tomar ese dolor y recordarnos que es una parte del mundo. Quizá lo más importante es que consigue recordarnos eso, incluso cuando el dolor parece ser todo lo que existe. 

¿Qué hacemos con esa tristeza, Lucas? Me parece muy importante esta pregunta, porque quiero que compartas eso que me contabas —ese concepto de Donna Haraway sobre cómo vivir mejor y morir mejor— con quienes nos acompañan en esta madrugada. 

Algún día voy a comprarme un cachaco, una corbata, me voy a bañar temprano y salir un domingo a las seis de la mañana, justo cuando todo el mundo esté plácidamente dormido.  Voy a ir casa por casa, a tocar las puertas, y cuando me abran les voy a decir: “Disculpe, señor, señora: ¿tiene usted cinco minutos para que le hable de nuestra salvadora, Donna Haraway?”. Están cordialmente invitados a unirse a esta cruzada. 

Donna Haraway es bióloga de formación, luego hizo su doctorado en filosofía. Tiene una obra maravillosa que se llama Seguir con el problema.  El subtítulo también es una belleza: Generar parentesco en el Chthuluceno. ¿Qué dice Haraway? Que el ser humano, en este momento de la historia, tiene ante sí un panorama de crisis inminentes. Y ante eso, tenemos dos respuestas muy comunes. 

La primera: el desconsuelo absoluto, paralizante. “Todo está perdido, no hay nada que hacer, el planeta se va a calentar tres grados, nos vamos a morir todos”. La segunda: el optimismo ciego, igual de paralizante. “Eso ya lo deben estar resolviendo en otro lado; “Elon Musk nos llevará a Marte”. Ambas son falsas salidas. Haraway propone otra cosa: seguir con el problema. No negarlo, no evadirlo, no rendirse. Decir: “Sí, esto es problemático. Pero venga, problema, yo también le pongo problema. ¿Cómo es la cosa? Venga, problema, que aquí le tengo con qué”. 

Y la primera condición para seguir con el problema es estar vivos. Así que, lo primero: manténgase con vida. Después, hay una tarea puntual. El resumen entero de Seguir con el problema se puede condensar en esto:  la labor del ser humano sobre la Tierra es crear parentescos extraños. ¿Qué son los parentescos extraños? Establecer lazos de cuidado, de familiaridad, incluso con seres no humanos. Enamorarse de las abejas. Poner una colmena en el techo. Preocuparse por los perros de La Perla. Cuidar a los hijos e hijas de amigos y también a los de desconocidos. Decir: “Yo no soy nada con él, pero lo cuido”. Y eso basta para establecer un parentesco.  

¿Para qué hacemos eso? Para vivir bien y morir bien sobre la Tierra. Y esto me parece precioso. Porque muchas veces tenemos claro, más o menos, lo que significa vivir bien: cada quien desde su idea de utopía, desde lo político, lo ético, lo cotidiano. Pero morir bien… Es una agenda que casi nadie se atreve a nombrar. Morir bien puede significar muchas cosas. Por ejemplo, no morir de desesperación. No morir aislado —a menos que sea su deseo, pero que no sea por exclusión. No morir por una causa prevenible, por una enfermedad tratable, por no tener acceso a algo básico. Y en todo eso —en ese vivir bien y morir bien— hay una herramienta crucial: la creación. La capacidad humana de crear es parte del cuidado. Es lo que nos prepara para la conexión, lo que nos permite tejer esos parentescos raros. 

Entonces, por favor: pinte óleos de gatos. No piense: “¿Cómo voy a estar pintando óleos de gatos con lo que está pasando en el Catatumbo?”. Píntelos. Su creatividad es importante. No solo como acto de cuidado propio, sino porque su mundo de gatos suma a este otro mundo. ¿Le gusta hacer macramé, pero le da culpa no estar solucionando Palestina? Haga macramé. Cree. Cuídese. 

Porque lo que hagamos con el dolor —si nos permite crear, si nos prepara para conectar mejor— será nuestra tabla de salvación para los próximos cincuenta años. La posibilidad de reconectarnos con nuestra capacidad de crear, de imaginar, de cuidar —de manera individual y colectiva— es lo único que puede mantener al animal humano vivo un puñadito de años más. 

Poemas mencionados en esta conversación:

Las casusas

Jorge Luis Borges 

 

Los ponientes y las generaciones. 

Los días y ninguno fue el primero. 

La frescura del agua en la garganta 

de Adán. El ordenado Paraíso. 

El ojo descifrando la tiniebla. 

El amor de los lobos en el alba. 

La palabra. El hexámetro. El espejo. 

La Torre de Babel y la soberbia. 

La luna que miraban los caldeos. 

Las arenas innúmeras del Ganges. 

Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña. 

Las manzanas de oro de las islas. 

Los pasos del errante laberinto. 

El infinito lienzo de Penélope. 

El tiempo circular de los estoicos. 

La moneda en la boca del que ha muerto. 

El peso de la espada en la balanza. 

Cada gota de agua en la clepsidra. 

Las águilas, los fastos, las legiones. 

César en la mañana de Farsalia. 

La sombra de las cruces en la tierra. 

El ajedrez y el álgebra del persa. 

Los rastros de las largas migraciones. 

La conquista de reinos por la espada. 

La brújula incesante. El mar abierto. 

El eco del reloj en la memoria. 

El rey ajusticiado por el hacha. 

El polvo incalculable que fue ejércitos. 

La voz del ruiseñor en Dinamarca. 

La escrupulosa línea del calígrafo. 

El rostro del suicida en el espejo. 

El naipe del tahúr. El oro ávido. 

Las formas de la nube en el desierto. 

Cada arabesco del calidoscopio. 

Cada remordimiento y cada lágrima. 

Se precisaron todas esas cosas 

para que nuestras manos se encontraran. 

Gansos salvajes

Mary Oliver 

 

No tenés por qué ser buena. 

No tenés por qué caminar de rodillas 

cientos de kilómetros a través del desierto, arrepintiéndote. 

Solamente tenés que dejar que el suave animal de tu cuerpo 

ame lo que ama. 

Contame del dolor, tu dolor, y yo te contaré del mío. 

Mientras tanto, el mundo sigue girando. 

Mientras tanto, el sol y los nítidos cristales de la lluvia, 

atraviesan los paisajes, 

las llanuras y los bosques profundos, 

las montañas y los ríos. 

Mientras tanto, los gansos salvajes, en lo alto del cielo, puro y azul 

vuelven a casa otra vez. 

Quienquiera que seas, no importa cuán sola estés, 

el mundo se ofrece a tu imaginación, 

te llama como los gansos salvajes, áspero y apasionado, 

anunciando una y otra vez tu lugar 

en la familia de las cosas. 

Una calle para mi nombre

Izet Sarajlić 

 

Paseo por la ciudad de nuestra juventud 

y busco una calle para mi nombre. 

Las calles grandes, ruidosas, 

se las dejo a los grandes de la historia. 

¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia? 

Simplemente te amaba. 

Busco una calle pequeña, simple, cotidiana, 

a través de la cual, sin llamar la atención de nadie, 

podamos pasear incluso después de la muerte. 

No es importante que tenga un paisaje hermoso, 

tampoco que haya pájaros. 

Lo importante es que en ella puedan tener refugio 

cualquier hombre o perro en peligro. 

Sería hermoso que estuviera empedrada, 

pero tampoco esto es imprescindible. 

Lo más importante es que 

en la calle que lleve mi nombre 

no le suceda nunca a nadie una desgracia 

Necesidad del canto

Andrés Neuman 

a Izet Sarajlić, poeta 

 

Perdiste a tus hermanos,  

tuviste que hermanarte.  

En la noche incendiada en Sarajevo  

los enterraste a solas esquivando  

la puntería alerta del francotirador. 

Resistías sin fuego ni cuchillos,  

pedías una calle, alguna esquina  

para amantes y para fugitivos  

donde nunca ocurriese una catástrofe.  

Una calle con vista al Mrkovicci,  

la montaña de la que te venían  

lo mismo golondrinas que granadas.  

Pero a mayor altura  

–sin heroísmo, por supervivencia–  

volaban tus palabras con sus dones.  

 

Leyéndolas me acuerdo  

de Adorno y su afilada zancadilla:  

¿cómo escribir después del exterminio?  

Los muertos por desgracia ya no leen.  

Y en cuanto a los que viven,  

entender la poesía como un lujo  

nos condena a vivir más desalmados  

y al arte a cantar culpa. La palabra  

no es un gesto apacible de verano.  

Igual que una semilla atravesando el hielo  

el dolor nos empuja a preguntar. 

 Bajo las explosiones y la sangre  

tú esperabas la hora de escribir  

poemas amorosos de posguerra.  

Eso también se llama compromiso:  

Levantar 

el verbo de las ruinas  

y sembrar de esperanza el camposanto. 

 

Tu traductor recuerda  

que vio una enredadera en Sarajevo  

henchida de verdor, iluminada,  

dispuesta a no rendirse.  

La imagino trepando hacia la música  

como el tacto creciente de una mano  

que prospera en la espalda  

de una mujer al sol.  

De acuerdo, no muy tarde  

avanzará la noche hasta cubrirla,  

es cierto que el silencio enfría el verde.  

Pero mientras la suerte lo consienta  

regresará la luz a la garganta:  

un poeta, dijiste, es quien consigue  

pese a todo empezar de cero siempre.  

Frente al nuevo renglón de la mañana,  

de su horizonte franco, Izet Sarajlic,  

prometemos dejar la casa abierta  

y seguir con el canto.