
Una mirada personal al oficio como gesto de esperanza y refugio de sentido

Muy buenos días. En primer lugar quiero agradecerle a la Fiesta del Libro por esta invitación a imaginar. Me gusta que hablemos del acto de imaginar porque, es posible que no mienta si digo que todos los que estamos acá sentados vivimos –quizás algunos lo estén viviendo– ese momento en el que la librería existía en nuestra imaginación e imaginario. Existía con palabras, con ideas, con posibilidades y límites, con preguntas y con fantasías.
La imaginación está presente desde el primer momento, y además sería algo así como el número cero de toda librería que hoy existe y que le ha regalado un oficio a su librero o librera como un gesto de agradecimiento por todo el tiempo, el tesón, la dedicación, los embates, la reflexión y el trabajo que le hemos dedicado.
Los libreros tenemos, podríamos decir, una imaginación práctica, que nos permite sostener nuestros espacios; y tenemos una imaginación un tanto más soñadora, volátil, quimérica. Al fin y al cabo, ¿cómo no? Muchos de nosotros llegamos a este oficio, en primer lugar, por ser lectores. Es probable, también, que muchos de nosotros hayamos llegado a este oficio sin saber muy bien de qué se trataba –algunos porque éramos solo lectores y creíamos que gestionar una librería también era leer todo el día y recomendar todo el día y flotar entre libros sin más; y otros, quizás, porque encontraron que era el trabajo que estaba disponible, la entrevista de la que los volvieron a llamar. Y, entonces, comenzaron apenas un trabajo, que con el tiempo les fue ganando el corazón, moldeando su jornada, nutriendo su vida profesional y, con ello, adquiriendo el oficio librero.
Cuando digo que llegamos por ser lectores, me refiero a una mirada más amplia que excede el objeto libro, un título o autor general. Me refiero a la combinación entre ese objeto que un día nos conquistó para siempre y aquello que lo rodea y lo vuelve posible. Es decir, por un lado, la literatura y, por el otro, esa huella en nuestra memoria de las librerías que visitábamos, de los libreros que nos hicieron las recomendaciones más certeras –y también las menos–, de las conversaciones que iniciamos, de los amigos que ganamos por un título, un autor, un encuentro fortuito en una presentación. También me refiero a los libros que forjaron nuestra biografía lectora, que nos abrieron caminos, que nos ayudaron a derribar prejuicios. Asimismo, aquellos que consideramos olvidables, pero curiosamente cada dos por tres vuelven a la memoria con un gesto, una línea, una escena para confirmarnos que la literatura es impredecible, se resiste a la domesticación y nos interpela.
El oficio, luego, nos moldea y transforma como lectores. El gesto más radical de una librería es su constante dinamismo. Para empezar porque la librería funciona como un organismo y no podemos pensarnos, ni desarrollarnos, sin incorporar a nuestro ecosistema a los lectores, es decir a la comunidad que conformamos. A partir del catálogo que el ojo del librero selecciona, exhibe, cuida y sostiene, la librería organiza la conversación. Es decir, armamos constelaciones que le dan sentido al conjunto, establecemos relaciones y conectamos lectores con un catálogo.
Tengo la certeza de que, ocho años después de haber abierto Céspedes Libros, no podría estar haciendo otra cosa. Tuve otros trabajos, tuve la suerte de trabajar con libros prácticamente toda mi vida. Fui docente, fui correctora, fui ghostwriter, edité libritos pequeñitísimos de los que ya no quedan rastros ni evidencia, trabajé en un gran grupo, conocí los claroscuros de la industria y sus volúmenes y renuncié para concretar una intuición, inventarme un trabajo que imaginaba posible y que tomó la forma de una librería.
Hay algo que todos nosotros sabemos, que se repite hasta el cansancio, y es que la nuestra, la industria del libro, es una industria de volumen, hay algunos que sostienen que es necesario que así sea para que exista. También es cierto que se publican más libros que los que podríamos leer y que, según los cálculos de Gabriel Zaid en Los demasiados libros, por cada libro que leemos hay cuatro mil que dejamos de lado y que no leeremos porque, justamente, los libros no hacen más que imprimirse, acumularse, volverse obsoletos, ir a la piqueta, volver a ser pulpa de papel, volver a ser libros y así sucesivamente. También sabemos que la parte de la industria que apuesta a la concentración pone el foco en aquellos libros que se venderán mucho y rápido, aunque desaparezcan muy rápido no sólo de las librerías, sino de la memoria y la imaginación del lector.
El trabajo en una gran editorial me dio algo interesante: el pulso y el corazón frío para conocer y comprender el funcionamiento de una industria más allá de las buenas intenciones o deseos de un lector o de un aspirante a librero. Ya sabemos que a las librerías las rodea un imaginario romántico que en oportunidades es productivo y real; pero que también termina en un gran dolor de cabeza. A su vez, la desilusión profesional me alentó a poner a prueba una hipótesis personal: armar un pequeño negocio con los libros que me gustaban, me interesaban y consideraba valiosos para ponerlos a disposición de una clientela que se iría conformando con el tiempo. Intuía que había algunos lectores para ese catálogo que recibía el nombre de «nicho»; pero, sobre todo, que la circulación de esos libros y de esos lectores podía crecer más… exponencialmente.
No sé si ustedes vieron o conocen Ratatouille, que no es un libro sino una peli de Disney, que tiene de protagonista a un ratoncito que, a contrapelo de lo que le corresponde por su naturaleza y su condición de plaga, quiere ser chef. Es decir, inesperadamente quiere vivir adentro de una cocina. Remy, este pequeño ratón, tiene durante toda la película al fantasma del Chef Gusteau quien, de manera casi hamletiana, se le aparece una y otra vez con una premisa, que es a su vez un mantra, una promesa: “Todo el mundo puede cocinar”. Pues bien, quizás entonces yo era como ese ratón que mientras trabajaba para un gran grupo editorial sostenía que todo el mundo puede leer; conformarse y constituirse como lector.
Entonces sí, en el principio estuvo el amor por los libros y la mirada puesta en los lectores. Esos destinatarios finales de las ventas y nuestras recomendaciones. Porque una librería no sólo tiene que vender libros para seguir con sus puertas abiertas, pagar cuentas, sueldos, etc.; sino –y esto quizás es algo de lo que se habla poco– a los libreros nos encanta vender libros, nos encanta vender muchos libros, recomendar hasta el infinito. Ser cómplices en esa promesa de tiempo disponible que invierte toda persona que compra un libro.
Desde el principio la idea fue la de ir a buscar a un lector real y posible, con el cual comenzar a construir una comunidad y establecer un diálogo inagotable y continuo. Y aquí quizás podemos pensar en una clave para pensar el futuro: nuestras librerías no son espacios de una única vez o de paso. No tenemos visitantes únicos sino constantes, reincidentes y singulares con quienes vamos construyendo y consolidando, por un lado, biografías lectoras y, por el otro, la identidad de la librería.
Los primeros años se trató de lo que pudiera sostener y alcanzar con la vista, con las manos y también con los recursos económicos que eran escasos. Volviendo a Said, la del libro es la única industria dentro de la cultura y el entretenimiento que puede llevarse adelante a muy baja escala, con recursos bien limitados. Entonces, armé un catálogo que fuera abordable y que desbordara hacia los lectores, en un espacio que contuviera a los libros y los tuviera disponibles.
Confié en el tiempo, en el trabajo dedicado y consciente. En la construcción de un catálogo que apostara a la bibliodiversidad, en un equipo de trabajo que pudiera crecer y profesionalizarse. En ese camino, fui consolidando una comunidad y una agenda cultural; el negocio se volvió rentable y presentó el desafío de crecer en el catálogo, en el espacio y en el equipo. Fui atendiendo cada una de estas cuestiones con riesgo, tiempo, inquietudes y preguntas ¿Qué modelo de negocio pretendía? ¿Cuál era posible? ¿Cuál sería, entonces, mi departamento de claudicaciones? Pero a su vez tenía otras certezas que sostuvieron las bases y especialmente la relevancia del proyecto: conocía, creía y confiaba en nuestro rol social y cultural y, en consecuencia, nuestra manera de presentarnos a la comunidad, invitarles a nuestro espacio y ofrecerles nuestro catálogo, es decir venderles nuestros libros. Funcionaba.
El tiempo y el contacto son las dos variables que parecen hablarnos de un pasado pero no dejo de pensarlas como claves que arrojan luz al futuro. Las librerías somos negocios a contrapelo de las formas de consumo habituales, alentadas por el capitalismo tardío. Es decir, apostamos a la permanencia de los clientes en nuestros espacios, generamos oportunidades como clubes de lecturas o presentaciones para enriquecer su visita con múltiples motivaciones. Sólo el tiempo sella la experiencia e imprime esa huella tanto en la librería como en el lector. Huella que se actualiza en cada nueva visita, en cada nuevo libro y en cada nuevo cliente. En épocas donde el utilitarismo y la velocidad se imprimen en los tiempos, en los vínculos y en los espacios, las librerías recuperamos una manera viejísima que de tan olvidada parece nueva. La librería y los libreros como una gran oreja, orientados al cliente, con una escucha activa, con una recomendación y una palabra precisas. Con un salón más o menos desordenado pero acompañado por una estética que se combina con una ética de trabajo.
En Céspedes todos hacemos todo, aunque algunas cosas las hacemos mejor que otras. La librería tiene un método de trabajo, que en ocasiones sufre sobresaltos, pero ciertas ideas claras: la trastienda es el espejo del salón aunque sus reglas de orden sean distintas, nos encantan los libros pero nos tiene que gustar la gente, hacer todos los días lo mismo no significa automatizar tareas. El automatismo es el peor enemigo del librero así como su curiosidad inagotable y su memoria son sus grandes aliados. A esto, he dado en llamarlo en un giro bien ñoño: dinamismo y ostranenie1.
Victor Shklovski, el formalista ruso, cita en su famosísimo texto “El arte como artificio” un fragmento del diario de Tolstoi para ejemplificar el automatismo y su contracara, el extrañamiento:
“Yo estaba limpiando la pieza, al dar la vuelta, me acerqué al diván y no podía acordarme si lo había limpiado o no. Como esos movimientos son habituales e inconscientes no podía acordarme y tenía la impresión de que ya era imposible hacerlo. Por lo tanto, si he limpiado y me he olvidado, es decir, si he actuado inconscientemente, es exactamente como si no lo hubiera hecho. Si alguien conscientemente me hubiera visto, se podría restituir el gesto. Pero nadie lo ha visto o sí lo ha visto inconscientemente, si toda la vida compleja de tanta gente se desarrolla inconscientemente, es como si esta vida no hubiera existido”.
Entonces, si un libro se actualiza en cada nueva lectura. Si la mirada construye al objeto, pues entonces, como en la literatura, tenemos que nuestro oficio atraviese lo prosaico y lo vuelva extraño, consciente, único. En este sentido, la librería como refugio responde al mismo precepto que la literatura: no se trata de cosas nuevas, sino de una manera diferente «única» de hacerlas y de mostrarlas cada día.
La invención de la imprenta permitió que los libros y la lectura no fueran un privilegio de unos pocos y se masificara. El libro ha sido una de las tecnologías más perdurables y que menos cambios ha sufrido desde su invención cinco siglos atrás. Piensen en cuántos años duró un walkman hasta que lo reemplazara el discman hasta que lo reemplazara el ipod hasta que lo reemplazara spotify. Sin embargo, el libro sigue ahí, firme, con un poco de maquillaje, algunas mejoras e innovaciones en su formato, diseño, hechura.
Como dice un ídolo popular argentino “el futuro llegó hace rato”. Por supuesto que hay desafíos y peligros: el avance de la IA, la posición dominante de los monopolios, el giro a la derecha, el comercio electrónico, reglas comerciales opacas, las bajas tasas de lectores en la mayoría de nuestros países, los bajos salarios que tiene el trabajo promedio, la suba de precios en los libros, la falta de políticas públicas para la promoción del libro y la lectura que profundizan la deuda con la «democratización de la lectura». Pero no nos olvidemos de que también hay fantasmas que, al final de la jornada, son como en Scooby Doo unos tipejos con una sábana como disfraz. Hace algunos años escuchábamos sin parar que la industria del libro de papel iba a morir en manos del ebook2: hoy vemos que eso no sólo no pasó, sino que el libro en papel se ha diversificado inmensamente desde entonces.
Además, las personas que hacemos esta industria, que creemos en el poder de los libros y su circulación en la conformación y emancipación de las sociedades; en el desarrollo del pensamiento crítico y también, por supuesto, en el valor único del tiempo ocioso, para uno, para entregarse a un libro porque sí… resistimos: los bibliotecarios, los maestros, los mediadores, los editores, los libreros persistimos y resistimos. Nos subimos a los hombros de los otros, de los que nos precedieron y de los que hacen camino junto a nosotros, para ver más allá, para que el surco de la huella sea más profundo.
La esperanza y el refugio se comparten. El futuro, como decía Roberto Arlt, es nuestro por prepotencia de trabajo.
Muchas gracias.