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Mala hierba, florecerás rebelde en el andén 
—A paso punk con Caliche—

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La 16.ª Parada Juvenil de la Lectura contó con la banda de punk Desadaptadoz para el concierto de cierre. Su baterista, Carlos Alberto David Bravo, conocido como Caliche, participó también en otros espacios de la programación como “El punk en la gran pantalla, caminos entre la imagen”, y en las “Bibliotecas Andantes”, donde conversó sobre su vida, el punk y Castilla. Caliche es un testimonio vivo de toda una generación. Este es un homenaje a su resistencia a través de la música y al latido común que nos inspira su historia.

Caliche golpea con fuerza y precisión los platillos y tambores de la batería. En su rostro, el ceño fruncido de quien está concentrado mientras el sudor le resbala por las sienes. Las luces intermitentes de la tarima iluminan sus movimientos. Son las 2 a. m. del domingo 28 de julio de 2024. Sobre la cancha sintética, cerca del Parque Biblioteca Gabriel García Márquez, que a esta hora normalmente estaría desierta, una oleada de chicos poguea al ritmo y la furia de las canciones de Desadaptadoz. Este mismo día, a esta misma hora, también hay gente al interior de la biblioteca, mucha.

Han pasado doce horas desde que comenzó la Parada Juvenil de la Lectura, que en su 16.ª versión eligió al barrio Doce de Octubre como sede, un lugar que, junto con Castilla, fue cuna del punk en la Medellín de los años ochenta. Desde entonces, Caliche ha recorrido estas calles bajo la sombra del cerro El Picacho proclamando la libertad. Desde aquella época, viste como ahora: botas negras y chaqueta de cuero. Caliche es músico, caminante de la noche, historiador del barrio y escritor, pero es, sobre todo, un eterno punkero.

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Anarquía, autonomía y autosuficiencia. Esas eran las tres A que repetían los punkeros de Medellín en los ochenta. El Do it yourself del movimiento punk en Inglaterra llegó a estas montañas para ser traducido, practicado y vitoreado: ¡hazlo tú mismo! Todo era susceptible de ser reciclado, recuperado y modificado para seguir con esa filosofía, empezando por la pinta, esa que los dotaba de la estética propia que veían en las carátulas —aunque a blanco y negro porque las impresiones no les llegaban a color— de los Ramones, Sex Pistols, The Clash y otros tantos, y que intentaban replicar a como diera lugar y con los recursos de los que pudieran echar mano.

En la Minorista buscaban botas de seguridad industrial usadas por obreros, que luego llevaban a una ferretería para añadirles hebillas de cuero. Como la ropa negra no era fácil de conseguir, compraban tinte Iris para teñir pantalones y camisetas, y luego pintaban sobre ellas los nombres de sus bandas favoritas. Llevaban el cabello largo, y algunos se decoloraban mechones. Con el tiempo, aparecieron las crestas, y el mito de cómo lograban levantarlas: ¿jabón rey o aguapanela? Usaban cadenas compradas por metros en depósitos, o cortaban con sierra la de los teléfonos públicos.

Foto Juan Fernando Ospina

Con la música era la misma historia: conseguir las canciones era un desafío. Si alguien lograba prestar un disco, lo copiaban en casetes, a los que ellos mismos les diseñaban las carátulas y organizaban las canciones. Con grabadoras viejas y diccionarios en mano, traducían palabra por palabra las letras para desentrañar el mensaje detrás de los acordes rápidos y agresivos. Así lo recuerda Caliche: “Para ser punk se necesitaba dedicación y tiempo”.

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A la mamá de Caliche le gustaban los vallenatos y los cañonazos. Una de sus hermanas tenía discos de Leo Dan y Roberto Carlos. Luego él conoció a Violeta Parra, Víctor Jara e Inti Illimani. “Y a mí también me gusta toda esa música, soy muy crossover, un traidor del punk”, dice mientras se ríe. Otra hermana, la mayor, estudiaba Historia en la Universidad de Antioquia y le hablaba de las luchas del movimiento estudiantil. Su papá trabajaba para Obras Públicas del Municipio de Medellín y estaba sindicalizado.

En su casa también había una biblioteca donde leyó a Eduardo Galeano, Ernesto Sábato, Oriana Fallaci y Herman Hesse. Aprendió que las palabras, tanto en la música, los libros y las conversaciones, servían para mostrar y expresar la inconformidad ante la sociedad, para exigir y defender los derechos. El punk luego sería ese medio con el cual él canalizaría esas ganas de cambio, ese deseo de resistencia.

Todo empezó cuando mujeres y hombres jóvenes, de melenas y pintas en principio extrañas, comenzaron a pasar frente a su casa, por toda la carrera 68 en el barrio Castilla. Caliche tenía 13 años. Al verlos, una mezcla de miedo y curiosidad se apoderó de él. Se sintió llamado por la extrañeza de esos cuerpos que interrumpían un paisaje de ciudad ya conocido. Decidió hacerle caso a su instinto, salió de la casa y se empezó a juntar con ellos, a hacer parte de esa gallada, a recorrer con ellos sin rumbo toda la ladera de la noroccidental con grabadora en mano sonando los temas que habían podido piratear.

“Nuestro atuendo era una coraza acorde al momento histórico: traje negro, ganchos, taches salientes, botas con puntas de acero, mirada obstinada, piel gallina… esto era caminar a paso punk en la zona noroccidental, un lugar de rabia punk (…) En un entorno como el de los años ochenta, caminar en gallada era una forma innata de afrontar y comprender mejor los desafíos y las oportunidades que se tenían por delante, el caminar unía (…) andar en colectivo fracturaba las reglas o convicciones sociales tradicionales. Andar buscando lugares marginales, ambiguos, ambivalentes era un acto de libertad”, escribió Caliche en su libro Mala Hierba, el surgimiento del punk en el barrio Castilla, Medellín, publicado en 2018 por Valija de Fuego Editores.

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A través de las paredes, resaltando entre las grietas, rompiendo el asfalto. No importa el lugar, la mala hierba siempre encontrará la manera de florecer, aunque en la mayoría de los casos esas hierbas solo tengan de malas el haber aparecido en lugares donde no han sido llamadas. Es el ojo humano quien las condena cuando irrumpen. Sin embargo, ellas siguen ahí, salvajes, batallando por un resquicio para salir a la luz.

Caliche adoptó esa expresión de “malas hierbas” para condensar el sentimiento que lo atravesaba a él y a otros jóvenes punkeros de la época: el de la exclusión. Caliche recuerda: “nosotros teníamos una relación antagónica con la sociedad. Éramos el lunar, la piedra en el zapato. Nos veían como drogadictos o delincuentes. Pero nosotros lo que hacíamos era rechazar la doble moral de las sociedades, la corrupción y la guerra, sobre todo desde la música”.

Antigua iglesia de santa Mónica. Artículo publicado en el periódico El Mundo, 1987.

En 1987, y con toda la fuerza que empezó a tomar el punk en la noroccidental, Caliche (batería) y sus amigos Garled Restrepo (voz), Óscar Zapata (guitarra) y Giovanny Oquendo (bajo) formaron la banda Desadaptadoz, un nombre que reflejaba su sentimiento de estar fuera de lugar e insatisfechos. Sin embargo, la llegada del narcotráfico cambió su relación de rivalidad con la sociedad, al comprender que solo sumando fuerzas y dialogando con otros podrían resistir la violencia. Las letras de Desadaptadoz y otras bandas como Pestes, P-Ne y Mutantex, empezaron a reflejar los testimonios de una juventud marcada por el conflicto y que protestaba contra las injusticias y la falta de oportunidades.

“Los punks nos negamos a ser equiparados con bandas criminales, de ser homologados solo como delincuentes, ladrones y drogadictos; por eso el atuendo y música eran insignias de aquella diferencia. (…) la explosión de bandas juveniles se entrecruzó con la formación de bandas de oficina al servicio del narcotráfico, factor que contribuyó a la indiferenciación entre unas y otras, y a la estigmatización de los jóvenes de sectores populares como sicarios y delincuentes”, escribe también Caliche en su investigación.

Archivo Caliche. Festival de punk, 1996.

“Esta generación está en peligro
se siente en el aire
y se sabe que quieren liquidarla.
Esta generación tiene enemigos peligrosos
es una flor
de estambres fuertes y dispuestos
le toca enfrentar
nuevos Herodes
más fieros
más crueles
más macabros”.

Jesús María "Chucho" Peña Marín
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Un día antes de que lo desaparecieran, el 30 de abril de 1986, Chucho Peña escribió estos versos que son el inicio de un poema más largo. Para Caliche fue fundamental dar con la poesía de Chucho. Un día estaba leyendo el Magazín Cultural de El Espectador, en el que habían publicado una selección de poetas que habían sido víctimas de desaparición forzada. Ahí estaban unos de Chucho. Al leerlos, Caliche sintió un “electrocutazo en el cerebro”, ese mismo que tantas veces había experimentado al escuchar punk.

Entonces fue a donde Óscar, el guitarrista de Desadaptadoz, y le propuso musicalizar esos poemas. Óscar le respondió que Chucho era el hermano de Pedro Peña, un vecino del barrio. Caliche, sin creérselo, acudió donde Pedro quien, además de confirmárselo, le regaló Estricto uso y abuso, el único poemario que Chucho alcanzó a publicar. A partir de ahí, la banda comenzó a montar las canciones para hacerle un homenaje a ese poeta de Castilla y para resistir ante el conflicto.

“Nosotros hacíamos conciertos en las canchas. Escribíamos en pancartas que estábamos en contra de la guerra y de las armas. Como no teníamos nada de recursos, nos íbamos por toda la 68 hablando con comerciantes para que nos ayudaran a desarrollar la cultura. Que había que meter a los pelados en ese cuento para que la opción no fuera meterse en combos al servicio del narcotráfico. La gente nos daba panes, mortadelas, chitos. Nos prestaba el sonido o si tenían carro o taxi nos ayudaban con el transporte”, cuenta Caliche.

Los primeros eventos los hicieron al frente del Hospital La María. También iban a los colegios. Hablaban con el rector para que los autorizaran a pintar murales en la fachada y a hablar con los estudiantes. Hacían jornadas de reciclaje para recoger basura y venderla. Con lo que recogían, seguían sosteniendo su sueño. A inicios de los 2000, debido a una nueva oleada de violencia, los punkeros de la noroccidental se unirían —cosa que no había ocurrido antes— con los raperos, rockeros y otros actores de la ciudad para defender lo que tenían en común: la vida.

En este momento, Caliche está escribiendo lo que será su tercer libro, titulado A la salud de la música, un homenaje a su pasión desbordada por esta manifestación del arte. En una parte del libro, después de preguntarse cómo ha logrado seguir con vida, escribe: “Cuando afirmo que la música salvó mi vida, muy pocos entienden la seriedad del testimonio”. Hoy, su compromiso es, además de la defensa de la vida, la construcción de una memoria que preserve las luchas y resistencias de su generación. Desde allí se mueve actualmente su trabajo.

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El estudio de Caliche queda en un tercer piso. Al salir al balcón pueden verse las lucecitas de la ladera de la montaña del frente titilando en la noche. Afuera, una ciudad que no descansa. Aquí adentro, como una colección, los recuerdos de toda una vida. Los propios, los de los amigos, los del barrio. En las paredes hay afiches de bandas de punk, cantantes, e ilustraciones que le han regalado.

También hay una foto impresa en gran formato de Caliche junto a unos amigos colgada en una de las paredes. Todos están vestidos de payasos. Fue tomada durante el Antimili Sonoro de 2009, un festival de música para reivindicar la defensa de los Derechos Humanos. En un baúl, cientos de casetes de esa época en que Caliche pirateaba la música. En los estantes, libros y más libros. En la madera, decenas de calcomanías.

Todo está perfectamente organizado, impecable, en su sitio. Caliche empieza a hablar de esos objetos que para él cargan con un gran significado simbólico. También enseña sus bitácoras, otra muestra de su disciplina y orden. En ellas, toma nota de todas sus lecturas y construye sus proyectos. Hay un apunte que escribe: “el punk me enseñó a escuchar. Uno de los mensajes más importantes del punk es que hay una multiplicidad de voces en el mundo y todas merecen respeto y amor (…) Enseñar es una manera de empoderar”.

Tal vez uno de los rasgos que más destacan de Caliche es esa apertura, esa generosidad que tiene con los otros para hablar y compartir lo que sabe. Mientras muestra algunos libros dice: “el conocimiento es liberación y la liberación no tiene precio”. En ese camino, Caliche ha adaptado el punk como una propuesta pedagógica. Ahora se encuentra diseñando un “Aula Punk”, talleres sobre la historia reciente del país que dictará en el Museo Casa de la Memoria.

“La pregunta es por cómo entablar un diálogo con otras generaciones para que no se repitan esas dinámicas de violencia y conozcan de otras maneras lo que pasó, y así empezar a hacer una pedagogía de paz, porque eso es lo que hemos querido siempre”, continúa.

Foto Esneyder Gutiérrez.
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Caliche sale todas las noches a su balcón a ver el paisaje urbano, y la luna y las estrellas si se dejan ver, y se levanta todos los días a las seis de la mañana a ver el sol que sale por el oriente. Para él, es una manera de reafirmar la vida después de haber estado tantas veces cerca de la muerte, después de haber dicho tantos adioses. “A pesar de todo, de la rabia y las necesidades, todo ha valido la pena. Estoy más cerca de donde debo llegar”, dice.

Después de que se acaba el concierto en la cancha, el público aplaude, los del pogo se abrazan y la banda agradece. Luego Caliche se parcha en las escaleras de la plazoleta exterior del Parque Biblioteca Gabriel García Márquez junto a otros amigos que cayeron a la Parada Juvenil. Alguna vez Caliche habría dicho “la música nos une, abracémonos, no sabemos si vamos a ver el sol mañana”. Y aquí están. Hablando y riendo. Esperando juntos el amanecer. Habitando y resignificando una vez la acera, el andén, la calle. Esos lugares donde, contra todo pronóstico, siguen floreciendo las buenas malas hierbas.