Cada quien llega a su profesión de manera distinta, ese azar que nos rodea lo hace posible, como acontece muchas veces al doblar una esquina y encontrarnos con una nueva vida.
El caso que narra esta pequeña historia involucra dos calles del centro de Medellín, allá por abril del 2004. Bien sabemos que, subiendo hacia el Parque de Boston por la calle Perú, al llegar al número 42 nos encontramos con la carrera Córdova, girando a la derecha, unos metros abajo, se abría una pequeña vitrina donde se exhibían algunos libros, obras en ediciones muy bien conservadas, caracterizadas por la pulcritud en la impresión. Esto atrapó la atención de un anónimo caminante, quien sin afán alguno se detuvo a observar cada título allí exhibido, sintiendo en todo su ser un extraño placer, que nacía de su relación con ese instrumento de la memoria y la imaginación, para algunos el mayor invento de la humanidad, el libro.
Termina pues este transeúnte por refugiarse en esta pequeña librería. El cálido saludo del librero rompe con su normal aprensión, se resuelve por mirar los estantes colmados de libros perfectamente alineados, obras de autores clásicos en ediciones multicolores que despiertan veneración dado el conocimiento allí recogido, además, es un gusto dar una ojeada a esas añejas ediciones manufacturadas por anónimos encuadernadores.
Luego de un buen rato –un amante de los libros siempre se toma su tiempo– en un rinconcito dedicado a la poesía colombiana encuentra un libro que da por bien servida su exploración. Se trata de la poesía completa de Jorge Gaitán Durán, el célebre poeta director de la revista Mito, en una edición de Procultura. Bien sabe que no es una gran edición en cuanto a su manufacturación, ya que tiene un defecto de fábrica, se trata de la goma utilizada en el lomo, la cual se cristaliza hasta quebrarse; sin embargo, entiende muy bien que cuando esto suceda, simplemente llevará el libro donde su restaurador de confianza para que lo repare de una vez por todas y, 16 años después, el libro y su invaluable conocimiento permanecerá como nuevo en su poder.
Al salir, Luis Alberto (así se llama el librero) le entregó, junto con el libro, un separador donde se destaca una barca color granate, “Palinuro, libros leídos” leyó y, esbozando una sonrisa, pensó para sí: ¡vaya! ya no se trata de libros viejos, ahora los libros se nombran como leídos. Esto quizá anunciaba una nueva época.
El aprendiz
Aquella visita no había terminado aún. Al salir, advierte que del local contiguo a la librería que acaba de visitar cuelga un aviso: “Se arrienda”; la reflexión que se produce en su cabeza es casi inmediata, “Puedo fundar una librería, tengo libros que ya no volveré a leer, algunos obsequiados sobre temas que no me interesan…” pasaron por su mente otras tres cosas más, y devolviéndose unos pasos, con firmeza y determinación le pregunta al librero al que hacía muy poco tiempo había dejado:
–¿Te molestaría si fundara una librería en el local de al lado?
–No, por supuesto. Todo lo contrario, nos ayudaríamos.
–Pero yo nunca he vendido libros…
A lo cual, con una generosidad que bien sabemos ocupa la mitad de su corazón, Luis Alberto respondió:
–No te preocupes por eso, yo te enseño.
Lo aprendido
El mundo del libro leído o, por lo menos, adquirido –pues existen libros que después de comprados no son leídos y durante años permanecen intonsos o en su empaque original– posee múltiples facetas: temas, autores, el estado del libro, el tipo de edición (¿tapa dura, tapa rústica?) año de edición, editorial, traductor, encuadernación, tipo de papel, estado del lomo, de las páginas, notas al margen, firma del autor, dedicatoria, subrayados y procedencia.
Cada uno de estos detalles determinan una parte de su valor y la reacción del posible cliente, debido a que existen personas a las cuales no les molesta los libros subrayados, incluso las notas al margen les resultan muy interesantes: preguntarse por qué el anterior lector subrayó este párrafo y no aquel otro, además de entrar en diálogo con las preguntas que el desconocido poseedor de la obra dejo allí impresas. Un etéreo diálogo entre tres sombras: el autor, el primer lector y el actual. Todo lo contrario ocurre con otro tipo de lector con una apreciación del tipo: “Es un buen libro, lástima las notas al margen, y ¡está subrayado! Nunca entenderé por qué las personas rayan los libros”, o aquel que afirma: “Está subrayado, pero me lo llevo ¡hace años lo estaba buscando!”.
Se difumina en leyendas el concepto de valor para un libro leído. Su procedencia y estado sobrepasan el simple intercambio comercial; como mencionamos, son muchos los aspectos a tener en cuenta. Existen tres tipos de libro a los que voy a referirme en este momento: el libro viejo, el libro antiguo y el libro prohibido, cada uno con sus propios matices. Surge, de inmediato, una pregunta: ¿qué determina su valor? Los expertos dicen que no todo libro viejo es valioso y señalan algunos talantes que se deben tener en cuenta a la hora de tasar el precio de un libro. Destacan, en primer lugar, el estado del libro, también el tema, el autor. Hay, por ejemplo, unos pequeños libros en nuestro país –que no por antiguos, pero si por viejos son muy apreciados–. Se trata de “La Alegría de leer”, al respecto, los libreros afirman que es muy difícil encontrar uno en buen estado: normalmente están maltratados, rayados, con las páginas rasgadas, sin láminas; así que todo aquel que posea una pieza en buen estado puede estar seguro de conservar un valioso viejo libro.
En cuanto a un libro antiguo las exigencias son mayores. El estado de conservación se convierte en un factor determinante, así como su procedencia. Determinar su valor es, sin lugar a dudas, asunto de expertos. En cuanto al tema, hay una posible pista a tener en cuenta: los libros religiosos (con sus excepciones, claro está) resultan menos valiosos que los libros de otros temas, como libros antiguos de ciencia, filosofía e historia.
Un capítulo aparte lo conforman los libros prohibidos. El Index Librorum Prohibitorum promulgado en el año 1.564 por el papa Pio IV –y que no fue suprimido hasta el año de 1.966 por el papa Paulo VI–, era un catálogo de libros que la Iglesia consideraba peligrosos para la fe. Los libros que aparecían en ese índice, quizá por prohibidos, son hoy muy averiguados por aquellos coleccionistas dedicados a rebuscar rarezas: “lo original lo primario, si pudieran tener el manuscrito, mejor” como afirma un experimentado librero argentino.
Sí. Una nueva época arropa a las librerías de nuestra ciudad. Es bueno notar cómo el índice de lectura crece con los años, la sensibilidad que despierta el libro a muchos libreros admira. Jóvenes inquietos se agolpan en los Eventos del Libro preguntando por temas y autores que, con el tiempo, se han ido constituyendo en protagonistas del conocimiento. Una renovada sensibilidad, eso es muy bueno para una sociedad que va poco a poco despertando hacia una nueva época, generando ávidos lectores y, por supuesto, libreros que amen el oficio, inquietos en su pensar, que busquen formarse, dando todo de sí para contribuir con este posible cambio, ajustándose a la época, a los retos que internet propone en este tiempo de pandemia. Un oficio que, como los buenos oficios, exige prepararse durante toda la vida, pues lo siempre nuevo maneja su grado de exigencia.